sábado, 31 de enero de 2015

Reforma agraria en Colombia



En este mismo blog, en febrero de 2014, expuse mis sensaciones tras haber leído el libro ¿Por qué fracasan los países?, de James A. Robinson y Daron Acemoglu. Una vez más lo recomiendo vivamente.

El primero de los autores, Robinson ha publicado hace poco tiempo sendas columnas en el periódico El Espectador, de Colombia que se llaman ¿Cómo modernizar Colombia? y Colombia: ¿esta vez es diferente? En ambos realiza una descripción de las necesidades para el futuro desarrollo económico colombiano, tomando como base la necesidad –o no- de una reforma agraria. Me gustaría hacer una reflexión sobre lo leído.

Dos ideas que subyacen de ambos textos, yo lo veo así, es la necesidad de llevar a cabo una descentralización del Estado y la más que imperiosa obligación de involucrar a las élites sociales para conseguir el desarrollo poblacional y estructural. Parte de la equívoca política gubernamental con respecto al reparto de las tierras y pone como ejemplo la localidad de El Salado, en el departamento de Bolívar.

Además, se basa en ejemplos pasados en Mauricio o Barbados en donde las mismas élites sociales mantuvieron su status en todo momento. Esto lo engarza con lo sucedido en Inglaterra durante la Revolución Industrial, en el siglo XVIII, cuando grandes cantidades de trabajadores abandonaron el mundo rural y se asentaron en las ciudades, donde se desarrolló una creciente burguesía urbana que dinamizó la economía con sus inversiones. Mientras tanto, la importancia económica del campo quedó poco a poco relegada a un segundo plano.
Robinson no entra en detalles, sólo los expone. Lo que comenta es muy cierto, aunque a día de hoy, es de difícil implementación en Colombia. ¿Por qué? Porque mientras que en la Inglaterra del siglo XVIII ya se empezó a dar y se extendió por toda Europa y Estados Unidos, en Latinoamérica en general aún no se ha dado: la separación de élite política y élite social. A lo mejor en Bogotá no está tan marcado, pero en los departamentos y en las zonas rurales es el pan nuestro de cada día. La clase política no se diferencia en gran medida de los grandes hacendados, lo que provoca que éstos, que son los mismos que aquellos, mantengan al pueblo en general con unos niveles siempre bajos. Y no sólo hablo de dinero, sino también a la formación.

Recuerdo escuchar a varios políticos henchidos de orgullo hablar de que el acueducto (agua potable) llegaba a casi el 100 por ciento de la población o de que el gas mantenía una cobertura más que notable. Vale, bien, pero es que era un sonsonete que no se cansaban de repetir una y otra vez sin darse cuenta que el pueblo tiene unos derechos más allá de los lógicos y obvios.

Entro aquí en el problema de la educación. A las élites colombianas no les interesa mejorar de verdad, de raíz, los derechos laborales ni, por supuesto, la formación académica del país. Cierto es que hay un sinfín de universidades, pero cada vez más privadas y con unos costes prohibitivos no sólo para el colombiano de a pie, sino también para muchos europeos o estadounidenses. Muchas son las necesidades sociales de Colombia, pero la inversión en una educación pública y de calidad desde la base hasta la universidad es una de las primordiales. Que cualquier niño colombiano tenga la oportunidad de estudiar a un coste asequible.

Lógicamente el trabajo ha de venir de abajo hacia arriba y al revés. Pero aquí, Robinson también señala un problema y, de nuevo, lo ejemplifica hablando de las ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos).  Destaca este autor que dicha organización fracasó en su intento de interactuar con el estado. Es más, observó que “colapsó en una orgía de desilusión y de líderes asesinados”. Esto es algo común por aquellos lares, es decir, todo aquello que suene a organización sindical o derecho de los trabajadores es tildado de comunista y de guerrillero, con lo que no es infrecuente que desemboque en muertes y asesinatos de los líderes obreros o agrícolas. En las ciudades no tanto, pero en el mundo rural sí se da.
Me gustaría destacar un último tema que también aparece de forma velada en las columnas de este autor: la centralización del país. Me atrevo a dar un paso más y señalar la centralización no sólo nacional, sino departamental. Siempre afirmé que Colombia son dos, Bogotá y el resto. Lo sigo manteniendo, aunque se puede matizar afirmando que existe un mundo en las capitales de los departamentos y otro en el resto de las ciudades. Es importante conseguir un desarrollo económico que permita sacar a las clases pobres agrícolas de sus tierras mal aprovechadas y llevarlos a un despegue industrial que se mantenga en el tiempo. Obviamente siempre y cuando vaya acompañado de un avance en los derechos sociales. Los poderosos quieren seguir manteniendo en un perfil bajo a la sociedad, puesto que dando migajas podrán continuar con sus privilegios. Al pueblo lo que es del pueblo y a Dios lo que es de Dios.

Para tener una casa estable hay que tener unos cimientos fuertes. Robinson y yo compartimos la misma opinión: desgraciadamente, el Estado colombiano sigue sin ser fuerte, no es efectivo y presenta una debilidad estatal. Muchos gobernadores e incluso alcaldes son meros señores feudales en sus dominios. Esto no choca con la necesidad de descentralización, puesto que ambas cosas son perfectamente compatibles.


¿Cómo se puede solucionar en gran medida todo esto que expongo? Con educación, educación y educación.

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