En este mismo blog, en febrero de 2014, expuse mis sensaciones
tras haber leído el libro ¿Por qué fracasan los países?, de James A. Robinson y Daron Acemoglu. Una vez más lo
recomiendo vivamente.
El primero de los autores, Robinson ha publicado hace poco tiempo sendas
columnas en el periódico El Espectador, de Colombia que se llaman ¿Cómo modernizar Colombia? y Colombia: ¿esta vez es diferente? En ambos realiza una
descripción de las necesidades para el futuro desarrollo económico colombiano,
tomando como base la necesidad –o no- de una reforma agraria. Me gustaría hacer
una reflexión sobre lo leído.
Dos ideas que subyacen de ambos textos, yo lo veo así, es
la necesidad de llevar a cabo una descentralización del Estado y la más que
imperiosa obligación de involucrar a las élites sociales para conseguir el desarrollo
poblacional y estructural. Parte de la equívoca política gubernamental con
respecto al reparto de las tierras y pone como ejemplo la localidad de El
Salado, en el departamento de Bolívar.
Además, se basa en ejemplos pasados en Mauricio o
Barbados en donde las mismas élites sociales mantuvieron su status en todo
momento. Esto lo engarza con lo sucedido en Inglaterra durante la Revolución Industrial,
en el siglo XVIII, cuando grandes cantidades de trabajadores abandonaron el
mundo rural y se asentaron en las ciudades, donde se desarrolló una creciente burguesía
urbana que dinamizó la economía con sus inversiones. Mientras tanto, la
importancia económica del campo quedó poco a poco relegada a un segundo plano.
Robinson no entra en detalles, sólo los expone. Lo que
comenta es muy cierto, aunque a día de hoy, es de difícil implementación en
Colombia. ¿Por qué? Porque mientras que en la Inglaterra del siglo XVIII ya se
empezó a dar y se extendió por toda Europa y Estados Unidos, en Latinoamérica
en general aún no se ha dado: la separación de élite política y élite social. A
lo mejor en Bogotá no está tan marcado, pero en los departamentos y en las
zonas rurales es el pan nuestro de cada día. La clase política no se diferencia
en gran medida de los grandes hacendados, lo que provoca que éstos, que son los
mismos que aquellos, mantengan al pueblo en general con unos niveles siempre
bajos. Y no sólo hablo de dinero, sino también a la formación.
Recuerdo escuchar a varios políticos henchidos de orgullo
hablar de que el acueducto (agua potable) llegaba a casi el 100 por ciento de
la población o de que el gas mantenía una cobertura más que notable. Vale,
bien, pero es que era un sonsonete que no se cansaban de repetir una y otra vez
sin darse cuenta que el pueblo tiene unos derechos más allá de los lógicos y
obvios.
Entro aquí en el problema de la educación. A las élites
colombianas no les interesa mejorar de verdad, de raíz, los derechos laborales
ni, por supuesto, la formación académica del país. Cierto es que hay un sinfín
de universidades, pero cada vez más privadas y con unos costes prohibitivos no
sólo para el colombiano de a pie, sino también para muchos europeos o
estadounidenses. Muchas son las necesidades sociales de Colombia, pero la
inversión en una educación pública y de calidad desde la base hasta la
universidad es una de las primordiales. Que cualquier niño colombiano tenga la
oportunidad de estudiar a un coste asequible.
Lógicamente el trabajo ha de venir de abajo hacia arriba
y al revés. Pero aquí, Robinson también señala un problema y, de nuevo, lo
ejemplifica hablando de las ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos). Destaca este autor que dicha organización
fracasó en su intento de interactuar con el estado. Es más, observó que “colapsó
en una orgía de desilusión y de líderes asesinados”. Esto es algo común por
aquellos lares, es decir, todo aquello que suene a organización sindical o
derecho de los trabajadores es tildado de comunista y de guerrillero, con lo
que no es infrecuente que desemboque en muertes y asesinatos de los líderes
obreros o agrícolas. En las ciudades no tanto, pero en el mundo rural sí se da.
Me gustaría destacar un último tema que también aparece
de forma velada en las columnas de este autor: la centralización del país. Me
atrevo a dar un paso más y señalar la centralización no sólo nacional, sino
departamental. Siempre afirmé que Colombia son dos, Bogotá y el resto. Lo sigo
manteniendo, aunque se puede matizar afirmando que existe un mundo en las
capitales de los departamentos y otro en el resto de las ciudades. Es importante
conseguir un desarrollo económico que permita sacar a las clases pobres
agrícolas de sus tierras mal aprovechadas y llevarlos a un despegue industrial
que se mantenga en el tiempo. Obviamente siempre y cuando vaya acompañado de un
avance en los derechos sociales. Los poderosos quieren seguir manteniendo en un
perfil bajo a la sociedad, puesto que dando migajas podrán continuar con sus
privilegios. Al pueblo lo que es del pueblo y a Dios lo que es de Dios.
Para tener una casa estable hay que tener unos cimientos
fuertes. Robinson y yo compartimos la misma opinión: desgraciadamente, el
Estado colombiano sigue sin ser fuerte, no es efectivo y presenta una debilidad
estatal. Muchos gobernadores e incluso alcaldes son meros señores feudales en
sus dominios. Esto no choca con la necesidad de descentralización, puesto que
ambas cosas son perfectamente compatibles.
¿Cómo se puede solucionar en gran medida todo esto que
expongo? Con educación, educación y educación.
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